Las neurociencias han
descubierto nuevas funciones del cerebro y la relación que tiene este órgano
con el comportamiento del hombre. Esto, con los avances de la genética, el
conocimiento del genoma humano, la biología molecular y otros descubrimientos
han llevado a especulaciones sobre el futuro de la especie humana y hasta la
posible creación de un nuevo hombre (transhumanismo) Todo lo cual requiere de
una nueva ética que impida que la ciencia se desboque sin una regulación moral.
De allí nace la neuroética que puede considerarse como parte de la bioética o
una disciplina nueva dada las enormes consecuencias que para el ser humano
puede tener el desarrollo de las neurociencias. Desde la cura de enfermedades
hoy intratables hasta el perfeccionamiento de habilidades humanas, sin
descartar ciertas manipulaciones genéticas que pudieran “crear” aptitudes y
hasta influir en el libre albedrío que tanto celebramos hoy.
Imaginemos solamente que no
somos responsables por nuestras acciones porque el cerebro está ocupado por un Yo
inmaterial que controla nuestras neuronas. Toda nuestra estructura legal podría
desmoronarse si fuera cierto lo que insinuaban nuestras abuelas cuando
intentaban justificar una “mala” conducta con la excusa de “pobrecito, no sabe
lo que hace”.
La neuroética se originó en un
congreso organizado por la Fundación Dana en 2002. De acuerdo con la filósofa
española Adela Cortina se ha llegado, en ocasiones, a la convicción de que la
neuroética será al siglo XXI lo que la genética fue al Siglo XX: “El gran reto
que la ciencia plantea a la ética”.
William Safire, citado por
Cortina, alega que la neuroética se remonta a la creación literaria de Frankenstein
por Mary Shelley. La novela pretende crear a un nuevo hombre tomando y
seleccionado las mejores partes de diversos cadáveres, a las cuales una vez
“armadas” se le da vida. El experimento tuvo varios problemas. Entre ellos, la
dificultad de “transferir” a un nuevo cuerpo órganos pequeños del ser humano. Esto
obligó al Dr. Víctor Frankenstein a aumentar la escala y crear un ser de enorme
estatura con múltiples defectos. En resumen, un monstruo que ha sido analizado profusamente.
¿Cuál fue la intención de la autora? ¿No puede jugarse a ser Dios? ¿El hombre
ya es perfecto y cualquier intento de acelerar su evolución natural resultaría
en el monstruo del Dr. Frankenstein?
Recordemos que la obra fue escrita en 1816 y que la autora había leído a
Erasmo Darwin, que especuló sobre la vida artificial.
La ciencia ficción se ha dado
un banquete especulando hasta dónde puede llegar la nueva ciencia en el
desarrollo de un nuevo hombre. Recordamos un relato en el cual a los niños se
les introducía una especie de “chip” en el cerebro que contenía todo el
conocimiento a la fecha. Eso, planteaba un dilema. Si todos sabemos lo mismo
¿cómo se pasa de ese nivel de conocimiento a otro más elevado? La respuesta del
autor era que había un reducido grupo de personas cuyo cerebro sería más
creativo que todo lo que le aportaba el “chip” y podría diseñar otro “chip” más
avanzado. El conocimiento nunca sería estático y siempre habría nuevas personas
que rebasarían los límites del saber en cualquier momento dado.
Frankenstein según Adela
Cortina, se venga de su creador asesinando a su esposa porque no podía vivir en
un mundo donde era único sin tener a nadie con quien compartir vida y destino.
El humano es un ser social y el monstruo heredó la necesidad de vivir entre
iguales.
La otra cara de la moneda es
que todos seamos Frankenstein. Que el “chip” del relato aquí mencionado nos
haga a todos idénticos. Que el sueño nefasto del pensamiento único se convierta
en realidad. Algo que los gobiernos totalitarios anhelan porque no han
entendido lo que sería un mundo poblado por poseedores de cerebros con un mismo
“chip”.
Al final, todos aunque en
compañía, sentiríamos la misma soledad del monstruo de Frankenstein.
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